jueves, 24 de abril de 2008

MIS ÚLTIMAS HORAS CON SERGIO




Cuando alguien nos falta, cuando nos damos cuenta de que lo hemos perdido, nos suele invadir una profunda tristeza que procuramos compensar con su recuerdo, con la rememoración de nuestras vivencias compartidas. Cuando además nos sentimos en deuda con él, cuando sabemos lo gran persona que era, el dolor se hace aún más insoportable y la indignación ante una vida prematuramente truncada nos invade.

Todos esos sentimientos viven conmigo desde el día que su buen amigo y compañero Agustín me dio la noticia de su pérdida y sólo he podido soportarlos al saber que el bueno de Sergio vivió, hasta el último día (casi hasta el último minuto), como él decidió hacerlo, apurando la vida de un solo sorbo.

También me consuela saber que fui uno de los pocos privilegiados que compartió con él una buena parte de sus últimas horas. Nos encontramos la víspera de su marcha en una reunión de las que a él más le gustaban, para despedir de su vida laboral como se merecía a un amigo y compañero de ambos que recientemente se había prejubilado.

Estuvimos en un precioso pueblo de León, compartiendo mesa y mantel con viejos amigos militantes del Sindicato, contando anécdotas (tenía miles), y degustando manjares abundantes y bien regados.

Nos hizo participes de su “envidia sana” al amigo Bermejo por su suerte de poder “licenciarse” del curro con un buen acuerdo, y también nos confió sus esperanzas de que su empresa le ofreciera, más pronto que tarde, una salida a él, ya que enamorado como estaba de las Islas afortunadas, pretendía en el futuro poder establecerse allí durante algunos meses del año, quien sabe si acompañado por algún amigo con las mismas miras -como yo mismo- o como Carlitos Barrientos, que fue quien nos metió a los dos esa misma idea en la cabeza.

Antes del final de la comida, y posteriormente en la sobremesa, se postuló como organizador de próximos y lúdicos encuentros, “retando” a los compañeros presentes del Bierzo y de Ponferrada a que se movilizaran para que, de una vez, se pudiera degustar un Botillo que al parecer le tenían prometido.

Tuvo tiempo, además, de preocuparse “de corazón” por de la salud de todos, y de recomendarme encarecidamente que me cuidara porque me veía muy desmejorado, que no siguiera perdiendo kilos porque empezaba a parecer anoréxico, y por si no le hacia caso, le recomendó a mi mujer que me atara en corto y que me hiciera ir inmediatamente al médico.

Esa era una de las señas de identidad de mi amigo Sergio, mucho más preocupado por los demás que por sí mismo. Siempre recomendando lo que sabía que era bueno, pero de lo que personalmente renegaba, porque los médicos “solo sirven para prohibirte todo lo que causa placer en la vida” y recetarte fármacos con efectos secundarios peores a lo que pretendidamente curan.

Cuando me despedí de él (en torno a las seis y pico de la tarde) nos dimos un abrazo, sin que yo pudiera intuir siquiera que era el último que le iba a poder dar. Me costó abarcarle a pesar de mi talla. Él, como siempre, me apretó sin miramientos y me dijo muy serio: Amigo, como sigas menguando, la próxima vez que nos veamos voy a tener miedo a “rompete”.

Así fue mi último día con Sergio, con una de las mejor persona a la haya conocido jamás.

En tu recuerdo, de uno de tus habituales discrepantes sindicales y políticos. De Óscar Fernández Díaz. Hasta siempre amigo, hasta siempre.

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